sábado, 1 de junio de 2024

Los santos de mi vida - 5 - SAN ANDRÉS DE TEIXIDO Y OTROS SANTOS NAVEGANTES

Acababa de terminar segundo de bachillerato cuando sus padres lo enviaron a pasar un par de semanas en un campamento de las Juventudes de Acción Católica.

No le hizo mucha gracia aquella iniciativa; le molestaba sobre todo convivir con otros treinta o cuarenta chavales (no niños, no jóvenes) de su edad, lejos del entorno protector de su familia y de su pandilla mugardesa. Años después se dio cuenta de que, probablemente, fue aquella combinación de factores lo que indujo a sus padres a enviarlo a una granja en las afueras de Cedeira, una villa de pescadores y percebeiros a treinta y cinco kilómetros de Ferrol.

Las instalaciones eran, por decirlo de una manera suave, espartanas. Nada más llegar tuvieron que excavar unas letrinas tras un seto de aligustres; el mal olor que salía de las mismas, la postura incómoda y la falta de intimidad le causaron un estreñimiento duradero.Tampoco había duchas, pero eso no constituía ningún inconveniente en una época en que se consideraba normal ducharse y mudarse una vez a la semana; además, siempre podían aprovechar los baños en la playa o en el cercano río Condomiñas para quitarse la mugre.

Contra lo que pueda suponerse, el programa de actividades no era demasiado religioso. Es verdad que el día comenzaba con una misa al aire libre antes del desayuno, pero la mayor parte del tiempo lo dedicaban a diversos aprendizajes más profanos, como hacer nudos o practicar vendajes. Lo mejor eran las excursiones.

Quizás la caminata que más le impresionó fue la realizada hasta San Andrés de Teixido, en un largo y bastante duro recorrido a través de la sierra de Capelada, con casi cuatrocientos metros de desnivel. A su edad, el cansancio quedaba olvidado ante la aventura de andar durante horas por el monte, de hacer lo mismo que los mayores. Conoció el vértigo al llegar al Milladoiro do Chao do Monte, desde el cual se contemplaba el mar casi en vertical y, colgada allá abajo a mitad del acantilado, la aldea de San Andrés.

Entonces no había carretera y los catorce kilómetros finales del acceso a la capilla transcurrían por pistas y senderos flanqueados por más de veinte humilladeros, lo que proporcionaba mucho más mérito a quien completara la peregrinación. Tampoco era gran cosa lo que se podía hacer al llegar a la aldea: visitar la capilla del santo y comprar —los pocos que tenían dinero— los amuletos de pan ácimo teñido de colores (la barca, el sol, la escalera, la man furada) en algún tenderete improvisado.

Quizás fue el buen recuerdo que siempre ha conservado de aquella excursión y de un peregrinaje posterior, lo que años más tarde lo empujó a buscar información sobre la vida de aquel santo remoto.

Uno de los aspectos que más le gustaron de la investigación sobre San Andrés Apóstol fue que en la Iglesia Ortodoxa lo conocieran como Protokletos (el primer llamado) por creerse que fue el primero en seguir la llamada de Jesucristo. A menudo había pensado que era muy fácil sumarse a una organización consolidada, fuera un partido político, una oenegé, un equipo de fútbol o una cofradía, pero siempre se había preguntado quiénes serían los primeros en apuntarse, qué los movería a sumarse a un grupúsculo desconocido y minoritario, a una organización de poco probable supervivencia.

San Andrés es uno de esos santos, como san Jorge, de existencia probada y dudosa historia. Para empezar, no se encuentra a nadie que se llame así en escritos en hebreo o arameo anteriores al siglo II. No era, pues, un nombre común en Judea ni Samaria; el patronímico solo se hizo popular entre judíos, cristianos y pueblos helenizados de la provincia de Judea a partir de la extensión del cristianismo. Era, con casi total seguridad, un forastero procedente de alguna colonia griega.

Después de la muerte de Cristo, los textos primitivos lo ubican como predicador en Escitia, aunque él, fiel a su tradición marinera, se ciñó al extremo más occidental de dicha región, en la orilla norte del Mar Negro, de donde posiblemente procedía. A bordo de una barca remontó el Volga hasta Véliky Novgórod, en cuyo kremlin se conserva una preciosa iglesia dedicada a su culto. Otras fuentes menos fiables, como los Hechos de Andrés y Mateo en la ciudad de los antropófagos, alcanzaron gran difusión al ser traducidas al griego, al latín, al copto, al siríaco y al etíope.

Ciñéndonos a textos más creíbles, parece que la intensa actividad proselitista de Andrés el Apóstol entró en conflicto con las autoridades romanas, que lo mandaron crucificar en la ciudad griega de Patras, donde se encuentran tanto la iglesia vieja de san Andrés como una moderna catedral a él dedicada y que acoge parte de sus restos. Otras piezas de su esqueleto fueron trasladadas a Amalfi durante la Cuarta Cruzada, en el contexto del intenso tráfico de reliquias tan rentable en aquella época.

Aunque no hay ninguna constancia histórica de que viajara al occidente europeo, no resulta demasiado extraño que este santo, asociado siempre a la navegación y declarado en 2013 patrón de la acuicultura española, apareciera frente a las costas gallegas a bordo de una barca de piedra naufragada junto a los acantilados de Herbeira, que se cuentan entre los más altos de Europa.

Solo una leyenda puede explicar cómo aquel lugar, tan alejado de las rutas comerciales, ha llegado a convertirse en un destino de peregrinaciones de cierta importancia.

A poco de que la aldea pasase a manos de la Orden de Malta en 1296, se extendió un rumor interesado: se decía que san Andrés, quien al parecer estaba enterrado en la capilla del pueblo, se había quejado a Dios de que a él nadie lo visitaba, mientras que la no muy lejana tumba del apóstol Santiago (en la que otras teorías sitúan los restos de Prisciliano de Ávila, el primer ejecutado por el cristianismo hispano por razones doctrinales) rebosaba de peregrinos. Para mitigar la envidia de san Andrés, Dios decretó que a su tumba en Teixido vai de morto o que non foi de vivo.

No fue mala la idea desde el punto de vista de los resultados, ya que el flujo de peregrinos a Teixido, sin alcanzar las cifras excesivas de Compostela, creció con rapidez y se mantiene hasta la actualidad. Una cosa, sin embargo, falló en esta campaña: la difusión. La orden divina, muy conocida en toda Galicia, parece no haber ejercido gran influencia en el resto de la cristiandad. Mucha gente supone que la obligación solo afecta a los creyentes gallegos, que acuden en vida para evitarse un viaje tan penoso una vez muertos, mientras que los visitantes procedentes de otras regiones viajan a la aldea por motivos más turísticos.

El problema de no cumplir el peregrinaje en vida no es solo la obligación de realizarlo después de muerto, sino la forma de hacerlo. Si nadie de la familia se ocupa de llevar en espíritu a la persona que ha tenido la desgracia de morir antes de cumplir el voto, el difunto tendrá que apañarse con sus propios medios, lo que en la práctica significa realizar el viaje bajo la forma de un reptil o un anfibio, en un recorrido muy lento y peligroso. Quizás por eso, ningún gallego molestará a uno de estos animales que se mueva en dirección a Teixido. Podría tratarse de un ánima en pena; el castigo por dificultarle su viaje no se explicita, pero se supone que es terrible.

Por lo tanto, es mucho más cómodo para el difunto realizar el viaje acompañado por familiares. Dos veces ha asistido nuestro protagonista al rito de partida y en alguna ocasión se ha encontrado con una de esas comitivas por los caminos rurales.

Habitualmente, el ritual se desarrolla pocos días después de la muerte, para evitar que un difunto demasiado impaciente emprenda camino por su cuenta. Los familiares más cercanos se dirigen a la tumba portando un cirio de la misma altura que el finado. Una vez en el cementerio y tras rezar un padrenuestro y cuatro avemarías, se llama al alma del difunto tres veces por su nombre, conminándolo a levantarse y a acompañar a sus parientes. Es importante, si el difunto tiene un mote, utilizarlo también en la llamada para evitar confusiones.

Si el trayecto se realiza en coche o autobús, basta con dejarle un asiento libre al ánima, pero cuando el recorrido se hace andando, la logística es mucho más complicada. No solo hay que reservarle al difunto un asiento y un servicio completo cada vez que se come o se duerme bajo un árbol o en algún establecimiento al borde del camino, sino que es fundamental avisarle cuando el grupo se detiene a descansar o arranca de nuevo. Si se obvia esta precaución, el difunto puede seguir andando por su cuenta o quedarse sentado al borde del camino, con unas consecuencias imprevisibles.

Estas peregrinaciones fúnebres no suelen estar bien vistas por la jerarquía católica, que recela de toda actividad religiosa realizada sin la dirección de un clérigo. En este caso, como en los ritos rocieros y otros desplazamientos rituales, a la presunta herejía se suma el riesgo de que un grupo de personas de distintos sexos convivan varios días fuera del control de vecinos y párrocos.

Sin llegar al desenfreno de una esfolla, donde mozos y mozas se reúnen en un alpendre para deshojar las espigas de maíz y compartir en los rincones peor iluminados algo más que el trabajo y la música, estas “peregrinaciones con ánima” tenían siempre un punto erótico. Años después del campamento de Cedeira, en su primera participación en un acompañamiento de un difunto, Arturo comprendió las advertencias de don Jesús: “¡Las primas, ay las primas! Hay que tener mucho cuidado con ellas”. Ya en la primera noche del viaje recibió en su habitación la visita de una de sus primas segundas, algo mayor que él, inútil e incansablemente empeñada en recibir sus primicias. Desconocedor de los detalles de la mecánica sexual, le sorprendieron las intensas manipulaciones de su prima, realizadas con más empeño que pericia. Hasta que ella se hartó y abandonó la habitación dando un portazo, el permaneció inmóvil sobre la cama, las manos detrás de la cabeza y la mirada fija en el cuerpo de su prima, quizás paralizado por la sorpresa y muy atento a los detalles que hasta entonces solo había imaginado.

Cuando ella se marchó, volvió a dormirse. No interpretó aquello como un fracaso, sino que se quedó con las sensaciones muy placenteras provocadas por los intentos de su prima.

A su regreso a Mugardos, incapaz de confesarle al párroco los pecados contra el sexto y noveno mandamientos cometidos esa noche y las posteriores, vivió en pecado mortal durante varias semanas. Un viaje a Ferrol le permitió liberarse de la culpa con un cura anciano y casi ciego, que le impuso una fuerte penitencia y le prohibió tener nuevas relaciones con aquella prima. Cumplió al pie de la letra lo prometido, no por decisión propia sino por falta de ocasión. Al poco tiempo de volver a Mugardos, su tío fue destinado a Pontevedra, a donde se trasladó con toda su familia retirando así el combustible que amenazaba con quemar a la pareja en las llamas eternas del infierno.

No fue el del sexo su único descubrimiento de aquel año. Aprovechando un viaje de sus padres a Valencia, pasó horas explorando meticulosamente el despacho de su padre. Colgada detrás de una foto de su abuelo José con uniforme de capitán de máquinas encontró una llave, con la

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que pronto abrió uno de los cajones de la mesa. Allí, escondida bajo unos papeles, descubrió su nuevo tesoro: una pistolita Astra de pequeño calibre y una caja de munición. Desde ese momento, siempre que tenía ocasión buscaba la pistola, que pronto aprendió a cargar, montar y desmontar, pero nunca llegó a disparar. Aquella fascinación por las armas de fuego le acompañaría toda su vida.

En otro de sus viajes a Teixido, que hizo a finales de los años sesenta en el coche de los únicos parientes cercanos que disponían de un vehículo privado, pudo comprobar la credulidad de los peregrinos. Al cruzar un puente, vio a un grupo de personas vestidas de negro, con aspecto claramente rural, que descansaban a la sombra de un roble a la orilla del camino. En el centro del grupo se erguía un gran cirio encendido.

Pocos kilómetros más adelante, sus tíos pararon en un mesón muy conocido por la calidad de su tortilla de patatas. De nuevo en el coche, pronto dieron alcance al grupo de peregrinos. El tío Domingo, que conducía bajo los efectos de un par de copas de coñac, no lo dudó: detuvo el coche junto a ellos y les preguntó si iban acompañando a un difunto. Cuando se lo confirmaron, les advirtió que su pariente se había quedado bajo el roble, al no haberse percatado de la marcha del resto del grupo.

Los caminantes, tras agradecerle la advertencia, dieron media vuelta y retrocedieron seis o siete kilómetros hasta el punto donde habían olvidado al difunto.

Hoy en día, el evento está bastante masificado. Hay una carretera asfaltada que baja zigzagueante por el monte hasta llegar al pueblo, un amplio aparcamiento de pago y unas treinta casetas donde, bajo unos altavoces que emiten una incesante música folclórica, se puede comprar todo tipo de mercancías más o menos relacionadas con el santo: amuletos made in China, miel, estampas religiosas, varios tipos de aguardiente, botellitas con agua de la fuente ubicada junto a la capilla y hasta pisapapeles de metacrilato que contienen en su interior un ramito de herba de namorar, al parecer infalible para conseguir el amor de otra persona. Para ello, basta con introducirle unas hojas en el bolsillo sin que el destinatario lo advierta, aunque las vendedoras no especifican si la hierba funciona con todo tipo de amores o, siguiendo la tradición católica, está reservada a las parejas heterosexuales.

Es muy probable que la leyenda de la llegada de san Andrés a esta aldea remota, sin ninguna conexión demostrable con la historia oficial del santo, derive de la tradición de los santos navegantes celtas, como san Columba o Columbano, pero en especial de san Brandán. Este monje, irlandés como san Arturo, en su labor evangelizadora navegó por el Atlántico Norte en torno al siglo VI. Sus viajes, relatados en la Navigatio Sancti Brendani, se hicieron muy populares en su versión oral, por mucho que después en sus Actas los bolandistas los clasificaran como apocripha deliramenta.

Es lógica la mala fama de dicho libro, si tenemos en cuenta que la Navigatio narra la estancia de san Brandán y sus catorce compañeros en una serie de lugares en los que se mezcla lo verosímil con la pura fantasía. Así, en su barca de cuero visitaron la isla de las ovejas, quizás alguna de las Feroe; la isla del castillo deshabitado, cuyo único inquilino era un diablo etíope; la isla pez, en donde celebraron misa y encendieron una hoguera hasta darse cuenta de que se trataba del lomo de un pez gigantesco; la isla de las aves, habitada por pájaros que rezaron con los monjes y que, en realidad, eran ángeles que no quisieron tomar partido en la lucha entre san Miguel y Lucifer; el Paso del Infierno, donde los demonios lanzaron bolas de fuego sobre su bote; la isla de la Tierra Prometida y hasta la isla del Paraíso, antes de desembarcar en la isla de Brandán, donde fundaron un nuevo monasterio.

A lo largo de los siglos se han organizado numerosas expediciones en busca de esta isla Brandán o Borondón, pero ninguna ha logrado dar con ella. Algunos mapas la sitúan al oeste de las islas Canarias, pero no se conoce su ubicación exacta por la habilidad que posee de ocultarse entre la niebla, que le ha valido los apelativos de «la Inaccesible», «la Non Trubada», «la Encubierta», «la Perdida» o «la Encantada». No debe sorprender esta circunstancia; según Gonzalo Torrente Ballester, la ciudad de Castroforte del Baralla es capaz de levitar hasta ocultarse entre las nubes cuando sus habitantes se sienten amenazados. Pese a no haber sido hallada nunca, legalmente la isla pertenece a España. En un exceso de precaución jurídica, en el Tratado de Alcáçovas de 1479, por el que España y Portugal se repartieron el Atlántico, aparece citada como “San Borondón (aún por ganar)” y se acuerda que forma parte de las Islas Canarias, asignadas a España. Somos así, quizás, el único país europeo que posee una isla imaginaria.


SI QUIERES LEER OTROS CAPÍTULOS DE ESTE LIBRO, PINCHA EN EL ENLACE CORRESPONDIENTE:

Nihil obstat

Los santos desaparecidos

San Arturo de Irlanda

San Baltasar

Santa María Goretti, san Tarsicio y san Agilolfo

San Andrés de Teixido y otros santos navegantes

Genarín de León

La santa Muerte

Los niños santos

Fermín Salvochea

San Simón el estilita y otros santos locos de Oriente

El divino prepucio

Los gusanos sagrados

San Cucufato

El imam Reza

El gauchito Gil

Xangô y sus otros orixás

Notas y santoral

Bibliografía y Tibi gratias ago

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